lunes, 22 de agosto de 2011
Aves de corto vuelo
Lo hacíamos.
Lo hacíamos alto, altísimo y tan largo, que parecía que nunca iba a acabar. Manteniéndonos a flote en aquel balanceo planeábamos el aire, uno sobre el otro, enroscándonos. Dejándonos caer en picado para en el último momento, volvernos a alzar.
Lo hacíamos intenso, profundo hacia arriba, veloz y lento a la vez. Lo hacíamos rapaces, con hambre, voraces. Lo hacíamos ciego, instintivo, irracional. Emigrabamos huyendo del frío, a buscar el aire templado, dejando tierra y árbol, hierba y nido, todo, atrás.
Batíamos las alas, mirábamos lejos, allá al horizonte, con la boca llena de plumas. Como si en nuestro vuelo pudieramos comernos, además de tiempo y distancia, el futuro, el pasado, el resto.
Lo hacíamos a ras de suelo, rozando con la punta de las alas las briznas de hierba, el agua de los charcos, la puta realidad, dándoles por un instante respiro, pintándolos del color que desde allá arriba sólo nosotros podíamos ver. Pájaros sin ojos, que devoraban sin miedo el aire, manteniendo un vuelo inconstante, dibujando piruetas, trapecistas de nubes, funámbulos del aire. En bandada de dos, contagiábamos a los otros, haciendo enjambre.
Lo hacíamos siempre sin miedo a quedarnos sin fuerzas para seguir volando. Ala infinita.
No, tú y yo nunca fuimos aves de corto vuelo.
viernes, 12 de agosto de 2011
Cumpleaños
Hoy he cumplido 52 años. He invitado a unos cuantos amigos a merendar en el jardín de mi pequeña casa en la montaña. Allí hemos pasado una tarde muy entretenida, enternecida por todo el tiempo que llevamos sin vernos, ponernos al día de nuestras vidas, fumar unos porros y charlar. Casi al final han sacado de una bolsa amarilla una tarta de chocolate y nata y me han regalado además una pitillera con funda de piel y un vino de Oporto. A la hora de colocar las velas les he pedido que me concedieran la oportunidad de hacer una pequeña broma. Aún no sé si ha sido homenaje, autocrítica o las ganas urgentes de reírme de mi misma. Creo que lo he hecho para que mi llanto no se desparramara por la mesa, o precisamente para forzarlo y perder así el lastre de la soledad y levitar. Al final he conseguido no llorar y todos nos hemos reído con la ocurrencia del cambio de cifras. Hemos brindado, he soplado las velas y en la penumbra, entre el humo y los aplausos, me he sentido reconfortada por un instante muy breve.
A eso de las diez nos hemos despedido y cada uno ha vuelto a su casa, a encerrarse otra vez en su intimidad, a enhebrar de nuevo el hilo de su rutina. Cuando el último de los coches se ha perdido entre los árboles he salido al porche a fumar y a escuchar el silencio del valle y así me he puesto a pensar en el momento de soplar las velas y eso a su vez me ha llevado a pensar en cómo era mi vida con 25 años y en cómo al soplar las velas de los 25, 26, 27 y sucesivos aniversarios nunca me imaginé que pudiera estar algún día soplando las de los 52.
Ahora estoy en ese momento no planificado. Creo que puedo hacer un esfuerzo y asimilar el paso del tiempo sin dramas, me abriga la noche y los libros que tengo en las estanterías, estoy resguardada por el mar en el fondo de este lienzo cada mañana, los ladridos de los perros cuando amanece, el rocío en las lechugas del huerto, el correo electrónico, el vino de Oporto fruto de la amistad y el recuerdo de mi vida pasada que lo cubre todo como un barniz impermeable e inofensivo.
jueves, 11 de agosto de 2011
Para sentirme toda yo
Pasé muchos años de mi vida odiando sin tener muy claro el qué, otros tantos reconociendo, aceptando y luchando. Fuimos cambiando poquito a poco algo que no me pertenecía, hasta que llegué a quererme. Me fui sintiendo plena y orgullosa de mi misma, pero desde hace unos meses, volvió la sombra de la insatisfacción. No sé muy bien qué lo provocó, qué ha cambiado para que ahora no sea suficiente con lo que ya tenía. Quizás simplemente se esfumó el miedo. Sólo sé que siento la necesidad, que no puedo más con este colgajo, ahora ya, tan ajeno a mí...
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