Soñaba con tanta intensidad, que muchas veces, al despertarse, tenía que pararse a pensar si había sido realidad o sueño. Eso le encantaba, le daba la oportunidad de sentir y vivir cosas que no serían posibles en su vida real. Lo consideraba un regalo.
Lo que no le gustaba tanto es que el sueño que había tenido por la noche, le influía en el resto del día. A veces, le ponía la sonrisa, pero otras, hacía que le creciera el vacío, la desesperanza, el miedo, la pereza...
Esos días, sabía que lo mejor que podía hacer era darse un buen homenaje en el desayuno. Con tan sólo pensarlo, ya le salía un poco la sonrisa.
Para empezar, un té. Uno fuertecito para espabilarse bien. Si era verano, té verde con dos rodajas de limón, y fresquito. Algo de fruta: melón o sandía, que son para el verano como las bicicletas. Melocotón, naranja, plátano, piña...lo que hubiera por casa. A veces, con yogur. Otras, también con cereales. Después un buen vaso de leche con cola-cao y a por la tostada. De centeno siempre. Con el pan que ella misma hacía desde que le enseñaron en Barcelona, durante los meses que estuvo allí con Luis. Mantequilla, jamón york, aceite, queso, tomate, mermelada (la de melocotón le salía deliciosa), jamón...según el día. Y para terminar, un poco de chocolate con leche, que dejaba que se derritiese poco a poco en su boca.
Ahora sí, ya podía enfrentarse al día.
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