El crepúsculo es algo así como un palíndromo porque nunca se
sabe a ciencia cierta si estamos atardeciéndonos o amaneciéndonos. Pongamos que
es por la mañana, muy temprano. Supongamos que apartas el té por un momento y
que coges tu cámara y apuntas y disparas y compruebas el resultado en el
display. Satisfecha, vuelves al té que has dejado humeante sobre la cómoda y ahora
y sólo ahora se ha transformado en una metáfora sugerida por el concepto de
humo y por el hecho de haber disparado una
foto a través de la ventana. Un revolver, piensas. Un té que humea. Las 7:25 de la mañana. Recuerdas algo así como al
principio fue la acción.
Se ha agotado el momento y, como si la realidad fuese
al fin un nido de matrioskas, te has dado cuenta de que ha pasado un buen rato
y que el color de las nubes sobre la ciudad vieja ya no es el mismo que el que
puedes ver en la fotografía. Que el té ya está más bien templado, que las tres
o cuatro farolas del paseo ya no están encendidas y que la que has sido tú hace
tan sólo unos minutos ahora es ya otra extrañamemente transfigurada por tu
propia memoria.
¿Cómo sigue esto?
Entras en tu cuenta. Ana. Anochece. El frío de la nieve
justo ahí fuera tiene su correspondencia metafórica en un cigarrillo apagado
sobre el cenicero. Tienes los pies fríos y la nuca fría y el corazón frío. Te
aburre el frío pero sabes que no es climático, que sale del ordenador, el espía
que surgió del frío. Ves el vaho de tu aliento por el contraluz de la ventana. Las
nubes salmón, las antenas, el reguero, lo mismo de siempre entre una bruma de
aliento, de humo. Has decidido sacar otra foto.